En 1993 Mamen se añadió al nombre un Latifa. Era la hermana mayor de una de mis amigas de clase, era filóloga árabe y venía de pasar un año en El Cairo. En pocos meses se mudaría a Londres. En una de sus visitas de verano la cosí a preguntas; yo tenía 17 años –mi madre estaba leyendo No sin mi hija y mi tía Vendidas–. Pregunté muchas chorradas. ¿Por qué se quitaba el pañuelo dentro de casa? ¿Podría trabajar fuera de casa? ¿Estaba segura de casarse con alguien a quien había conocido hacía pocas semanas? ¿Seguiría teniendo amigos de otras religiones?
Muchos años, mogollón (me cago en la leche) después, mi amiga me diría: “bueno, pero tú al menos hacías preguntas. A mí nunca me preguntan nada”. Amina y yo nos conocimos en 2007, un año después de que yo me añadiera a mi nombre un Taliba (aprendiza). El movimiento asociativo de las musulmanas españolas estaba arrancando entonces, gracias a jóvenes como ella. Ahora somos, además de correligionarias y vecinas, comadres en la misma escuela infantil.
En el parque y los cumpleaños hablamos muy a menudo de privilegios. Siempre han estado muy presentes para su piel morena y su hijab Amira style. Ambas somos activistas. Ambas somos profesionales del audiovisual. Ambas somos madres. Pero mi amiga forma parte de esos musulmanes que deben integrarse, mientras que yo soy musulmana a mi manera. Ambas sufrimos islamofobia, ella mucho más agresiva y peligrosa, yo más sutil (salvo tras apariciones públicas). En la escuela de nuestras hijas es a mí a quien se dirigen cuando surgen preguntas sobre el islam, a pesar de que su familia se incorporó un año antes. No soy una mujer árabe y eso supone un privilegio para practicar mi religión del que no siempre soy consciente, dentro y fuera de mi comunidad. Servidora, como curiosidad ambulante, ha logrado colarse a rezar en la prohibidísima Mezquita de Córdoba y ha sido invitada al espacio masculino de la mezquita de Maspalomas, Gran Canaria –sí, la que está en el Yumbo, el centro comercial gay–.
Esto se hace patente cada vez que cualquier movimiento toca, siquiera de manera tangencial, al islam o a los musulmanes. La circular sobre clase o no de Religión. El comedor de los colegios. En el peor de los días, los atentados en suelo europeo. La integración de los niños de nuestro barrio, aunque ni ella ni yo somos trabajadoras sociales. Al fin y al cabo, soy una musulmana moderna: es decir, uso bikini y me peleo cada mañana con mis greñas añorando mucho, pero MUCHO, mis días de geek hijabi. Me insisten mucho en la palabra “integración”, como si un musulmán, por el hecho de serlo, necesitara ayuda para dejar de parecerlo.
Mi amiga y yo no sabemos cómo mejorar la integración. Nos preocupa nuestra propia condición de peces fuera del agua. Celebramos y participamos de las asociaciones musulmanas: Tayba, de la que ella fue fundadora; ACHIME, Onda... Todas, con mayoría de mujeres, sacando adelante campamentos, encuentros multirreligiosos en parques, donaciones de sangre y deporte con gran dificultad, superando estigmas y recelos. Pero nos preocupa la precariedad. Por ejemplo, el acceso de las mujeres a las mezquitas, una vieja reivindicación de mis compañeras en Europa. ¿Y por qué no pasáis de las mezquitas y seguís en el parque con vuestras compañeras, podríais preguntar? SPOILER: las respuestas nunca son sencillas.
Publicado por Arancha Ferrero en BuzzFeed el 29 de agosto de 2017.