Islamofobia no es, a pesar de su nombre, miedo al islam. En realidad, es un fenómeno complejo compuesto de varios factores. Por una parte, es una forma de racismo contra las personas musulmanas o leídas como tales, independientemente de cuál sea su práctica religiosa efectiva. Racismo en dos sentidos: primero, porque racializa a las personas musulmanas, es decir, les atribuye una serie de características que tienden a funcionar como clave explicativa de todo lo que piensan, dicen o hacen, igual que el racismo biologicista atribuía a las «razas» humanas diferentes capacidades y tendencias de comportamiento. Bajo una mirada islamófoba, una persona musulmana está inexorablemente determinada por su pertenencia al islam, por su «musulmaneidad», que se define de acuerdo con el conjunto de representaciones que desde las sociedades no musulmanas se tiene de lo que significa ser musulmán. La mayor evidencia de ello, aunque no la única, es el discurso sobre la «radicalización». Porque ¿qué significa radicalizarse sino desarrollar plenamente un comportamiento que se supone latente? Una vez establecido que el islam es intrínsecamente violento, el mito de la «radicalización exprés» significa que cualquier persona de religión o cultura musulmana es susceptible de convertirse de un día para otro en asesino de masas. A la inversa, se crea una categoría de personas musulmanas aceptables, que son los «moderados», es decir, por definición aquellas que no desarrollan del todo las potencialidades (perversas) de su religión o su cultura.
La islamofobia, naturalmente, también es racismo en un sentido más clásico: la inmensa mayoría de los musulmanes y musulmanas no son «blancas», y esto no tiene nada que ver solo con el tono de piel, sino sobre todo con las lógicas coloniales de jerarquización del mundo. En este sentido, la islamofobia naturaliza la utilización de expresiones de racismo más groseras. En toda Europa, el rechazo al paki, al beur, al moro es el resultado de la problematización del islam y la diferencia cultural. Por tanto, la islamofobia es también, por otra parte, una determinada construcción del islam como religión y cultura monolítica, estática e intrínsecamente violenta, machista, etcétera, lo que permite el cuestionamiento de su legitimidad y su presencia en las sociedades pretendidamente «ilustradas» y «laicas» del Norte global. En esto reside una de las dificultades para afrontar la islamofobia, porque el discurso islamófobo interfiere interesadamente en la crítica legítima que pueden suscitar determinados enfoques o ideologías que se reclaman del islam.
La islamofobia, en el siglo XXI, es tan respetable en las sociedades del Norte como el antisemitismo cien años atrás. De hecho, basta sustituir judíos o judaísmo por musulmanes o islam en multitud de titulares y declaraciones tanto de entonces como de ahora para pasar automáticamente de una intolerable muestra de racismo —susceptible de acarrear consecuencias penales— a una simple manifestación de sentido común, más o menos decantada políticamente pero por la que poca gente se llevaría las manos a la cabeza. Prueba de ello es el escaso interés que suscita su análisis político, a veces incluso en sectores que se reclaman antirracistas, más allá de considerarla como un recurso electoral de la ultraderecha.
La islamofobia encaja en unos marcos de pensamiento sólidamente anclados en la estructura cognitiva de la Modernidad: el racismo, el sexismo y la clase social. El racismo naturaliza el papel que determinadas zonas del mundo y sus habitantes deben ocupar en la estructura productiva y social global, y el sexismo aplica la misma naturalización en función del género. La idea de que el islam se opone a la modernidad y amenaza los «valores europeos» se ha construido alrededor sobre todo de la opresión, subordinación y necesidad de salvación de las mujeres musulmanas. La islamofobia es siempre una cuestión de género, no solo porque las mujeres se vean afectadas más que los hombres, sino sobre todo porque se instrumentaliza la cuestión de la discriminación de las mujeres para justificar y legitimar políticas islamófobas. Para la industria de la islamofobia es central la producción a escala global de mujeres musulmanas que necesitan ser salvadas. Los debates sobre el cuerpo de las mujeres musulmanas, que ocupan gran parte del repertorio islamófobo desde que surgieron las primeras polémicas del velo en Francia, serían imposibles sin las lógicas subyacentes según las cuales el cuerpo de las mujeres es patrimonio público y Occidente o la cultura eurocéntrica tiene el privilegio de definir dónde empieza la liberación y dónde la discriminación, qué es universal y qué es particular.
Los elementos estructurales, susceptibles de adquirir diferentes «coloraciones» raciales, se combinan pues en el caso de la islamofobia con un cuarto, que es el extenso repertorio eurocéntrico, cristianocéntrico y colonial que tiene en el islam a su gran otro. Ese repertorio, que analizó Edward Said para el caso del colonialismo europeo y que tiene en el caso español características propias, se activa, desactiva y reconfigura en función de los intereses estratégicos de cada momento.
¿Por qué existe la islamofobia?
Afirmar que la islamofobia es un recurso de la ultraderecha parece sugerir que esta no hace más que instrumentalizar un problema generado espontáneamente por el encuentro traumático entre Occidente y el islam, a través de las migraciones, del terrorismo «islámico» o el islamismo político. Sin embargo, ningún hecho social constituye por sí mismo un problema público, ni siquiera el hecho de que produzca un cambio objetivo en el ámbito de la vida social al que se refiere. La condición de posibilidad de un problema público es que sea construido como tal y aceptado socialmente a costa de otros potenciales problemas, para lo cual tienen que existir unos agentes sociales que lo construyen y reproducen con un fin determinado.
La islamofobia fue denunciada y nombrada como tal a mediados de los años noventa, pero deriva de un proceso que se inició en las postrimerías de los «treinta años dorados» del capitalismo. En ella coinciden dos dimensiones: una internacional, relacionada con los intereses geoestratégicos de Estados Unidos y sus aliados a partir de finales de los sesenta, y otra doméstica, que tiene que ver con la gestión de la mano de obra inmigrante fundamentalmente en Europa occidental. Edward Said mostró tempranamente en Orientalismo que los discursos antisemitas de preguerra se estaban transfiriendo de los judíos a los árabes. Una razón era la emergencia de la resistencia palestina después de 1967, que creó la figura del «terrorista árabe» (secuestrador de aviones) en un contexto en el que la política estadounidense se alineaba con Israel. La segunda razón fue la crisis del petróleo de 1973, que propició una larga serie de representaciones, recicladas del antisemitismo, sobre jeques árabes fanáticos y codiciosos de largas narices. Terroristas y jeques coincidían en la capacidad, hasta entonces inédita, de afectar con sus acciones la vida cotidiana de los pacíficos ciudadanos del «primer mundo». Poco después, la Revolución iraní de 1979 y más en general la emergencia del islamismo político transformaron el peligro «árabe» en peligro «islámico». Tras la caída de la URSS y la reafirmación de la hegemonía estadounidense, se inauguró con el bombardeo de Bagdad un «nuevo orden mundial» sustentado por la idea del «choque de civilizaciones». El 11-S y la «guerra contra el terror» acabaron de construir la islamofobia como ideología imperial que heredó los antiguos marcos coloniales, incluido el extenso repertorio del orientalismo.
Mientras tanto, en los países industrializados de Europa, el fin del pleno empleo y el Estado del bienestar a partir de los años setenta dieron pie a la fabricación de un «problema de la inmigración», que servía para precarizar y por tanto abaratar la mano de obra —tanto la inmigrante como la autóctona, obligada a competir con ella— y creaba un chivo expiatorio adecuado a las esperanzas frustradas de la clase obrera nativa. El neoliberalismo popularizó discursos xenófobos que hasta entonces habían sido patrimonio de sectores ultraconservadores y ultraderechistas, transformándolos en un activo, no ya político sino pospolítico, en la medida en que se presentaban como una cuestión de «gestión eficiente», transversal o ajena a las ideologías políticas. Ese «problema de la inmigración» sorteaba las definiciones comunes de racismo, preguntándose por los límites de la multiculturalidad y la dificultad que tenían personas de determinadas «culturas» —casualmente, las que constituían el grueso de la mano de obra no cualificada— para «integrarse». En ese punto, la aparición del «problema musulmán» global fue utilizada para apuntalar el estigma que pesaba sobre la clase obrera inmigrante y desacreditar sus reivindicaciones. Los asuntos del velo en Francia y el caso Rushdie en el Reino Unido sirvieron para construir el discurso de que en el seno mismo de Europa se estaba librando una de las batallas decisivas del «choque de civilizaciones», idea que cristalizó con la aparición del «terrorismo islámico» a nivel local.
Publicado por Laura Mijares y Daniel Gil-Benumeya en El Salto Diario