Desde que la palabra 'islamofobia' se ha puesto sobre la mesa, la incorrección política ha salido a defender su espacio en el debate, arrasando entre lo peorcito de cada casa. Desde las esferas más fascistas del entorno neoliberal, hasta las más neoliberales del entorno libertario, parece gracioso soltar ya no sólo el clásico “no soy islamófobo, pero…”, sino incluso el “soy islamófobo, ¿y qué?”.
La islamofobia es una categoría de análisis y un eje de opresión. No es una cuestión de sensibilidades, gustos o afinidades. Si nos urge revisar y rechazar los argumentos islamófobos que pudren nuestros discursos no es por mojigatería dialéctica ni por cobardía intelectual: es porque son argumentos inferiorizantes, opresivos y peligrosos.
Categoría de análisis
Islamofobia es, en breve, el odio hacia el islam y hacia las personas musulmanas o leídas como musulmanas, basado en un prejuicio sobre una dimensión única de lo que es islam y lo que es ser musulmán/a. La islamofobia y sus indicadores llevan décadas fijados y reconocidos internacionalmente a partir del informe Runnymede (1997).
El primer indicador es, precisamente, “ver o entender a las personas musulmanas como un ente monolítico y estático”. Bajo la etiqueta fantasma “personas musulmanas” aglutinamos a creyentes y/o practicantes, a formas culturales derivadas del islam y a personas leídas como musulmanas por cuestiones de racialización o extranjerización que pueden autodefinirse, o no, como musulmanas. Incluye un eje confesional, pero un eje cultural también y una mirada de clase.
Cuando hablamos de “mujeres musulmanas” no sólo las imaginamos veladas y sumisas, sino también heterosexuales, casadas, cisgénero. Siempre que escribo sobre el tema recibo comentarios airados que niegan la posibilidad de ser musulmana y lesbiana. La buena noticias es que la gente no necesita permiso para existir. Las musulmanas lesbianas existen. Las musulmanas trans existen. Algunas incluso llevan velo. Le pese a quien le pese.
Entender a las personas a partir de su dimensión única es esencialista y esencializador. Las personas estamos cruzadas por todos los ejes de la diferencia, y el islam es sólo uno de los posibles.
David Gaider acuñó la frase “privilegio es cuando crees que algo no es un problema porque no es un problema para ti, personalmente”. Cuando las personas musulmanas, reales o leídas como tales, denuncian actitudes islamófobas y las demás no les damos importancia, o nos sentimos ofendidas por la crítica, estamos ante un privilegio mal gestionado. Y estamos también ante un indicador de islamofobia: rechazar cualquier crítica vertida por personas musulmanas o entornos musulmanes.
La islamofobia está a menudo cruzada de racismo y xenofobia, pero no únicamente. El islam es un nuevo marco de invisibilidad: muchas personas no “salen del armario” como musulmanas en su entorno laboral o personal. Las mujeres que visten velo tienen poquísimas posibilidades laborales, incluso en puestos de hostelería, donde cubrirse el cabello debería ser una buena práctica. Si reivindicamos el derecho al propio cuerpo, tiene que ser para todas. Si nos preocupa que ese velo sea impuesto por un hombre violento, tenemos que luchar por una ley integral contra la violencia machista. En Catalunya, en 2014, el 60% de las peticiones de orden de alejamiento fueron denegadas. El machismo es transversal. Pensar que una situación de violencia se puede identificar a través de una prenda de ropa es estúpido. Sin más.
La islamofobia como excusa
Si la violencia es transversal, las estrategias para boicotearla también tienen que serlo. El más cutre de los argumentos islamófobos es aquel que se presenta bajo el titular “en sus países…”. Carlos ‘el Yoyas’, participante de Gran Hermano, lo resume así de claro: “Si voy a Marruecos, mi mujer no podría ir con minifalda ni aunque a mí me saliese de las pelotas”. Sus formas son grotescas, pero la idea de fondo resuena en infinidad de espacios, en una imagen con dos vertientes.
Por un lado, extranjeriza a las personas musulmanas, lo cual, sí, también es un indicador de islamofobia según Runnymede. “Sus países” son la fantasía exótica de una Europa que se quiere blanca y cristiana. Los y las musulmanas europeas son europeas. Los matices, los peros, son la marca de un racismo que va cambiando sus formas, pero no sus fondos.
Por otro lado, justificar la violencia contra las personas musulmanas en Europa como forma de “reciprocidad” por las violencias y las injusticias que ejercen algunos gobiernos o grupos contra esas mismas poblaciones demuestra que el fondo de la cuestión no es el interés por las personas, sino por algunas personas.
La población musulmana es la principal víctima de la barbarie violenta de Al-Qaeda o Daesh –“el Estado Islamoide”, como me enseñó a llamarlo Hajar Samadi, responsable de la Asociación de Mujeres Musulmanas Bidaya-Euskadi–. Los y las que están luchando en la primera línea de fuego en Siria e Iraq son esas personas que nombramos musulmanas. Activistas kurdas como Dilar Dirik denuncian la apropiación islamófoba de las luchas de las mujeres de Kobane. Esas mismas heroínas kurdas, si viviesen en Europa, serían sospechosas de sumisión, violencia y sectarismo por la sola resonancias de su nombre.
No podemos seguir con los argumentos simplistas de patio de colegio: que si “al final no podremos hablar de nada”, que si “ahora resulta que todo es islamofobia”… Estas frases son la excusa de una pereza intelectual que pretende seguir apoltronada en el privilegio. Y que se lo puede permitir, porque desde las cumbres todo parece anodino.
Aquí abajo, la extrema derecha avanza usando el discurso islamófobo y la vida nos está dando fuerte. Y aquí tampoco hay punto medio, posición neutra: o resistimos, desmontamos y deconstruimos activamente, o estamos alimentando la corriente principal de este desastre.
Publicado por Brigitte Vasallo en Diagonal el 2 de abril de 2015