La noticia que ha desatado la polémica recientemente acerca de cómo se ha explotado a mujeres musulmanas inmigrantes en los campos de la fresa, me ha hecho pensar muy seriamente acerca de un problema endémico que se ha visibilizado poco. Se trata del constante menosprecio que viven constantemente muchas mujeres en España, agravado por su condición de inmigrante y especialmente musulmana.
Entre las cosas que dibujan este menosprecio, se pueden contar, por ejemplo, las dificultades para encontrar trabajo, la precariedad y la explotación laboral, las prácticas racistas sutiles y cotidianas en la oficina de extranjería o los servicios públicos, los problemas para encontrar una vivienda, el acoso o abuso sexual en el trabajo, o la puesta en duda de sus capacidades y sus conocimientos.
Desgraciadamente, cuando se habla de violencia o machismo contra las mujeres musulmanas se piensa en matrimonio forzado, trata de blancas, mutilación genital o violencia en la pareja… casualmente, todas las que tienen que ver con el país de origen y, por supuesto, fundamentándose en la religión. Es aquí donde se produce el doble menosprecio, no sólo porque existe un abuso de por sí, sino porque además este abuso no se hace visible (porque no entra dentro de la “lista” habitual) y además se relaciona con origen o su religión o ambos, lo que hace que la mujer (y la sociedad) entienda que le pasan las cosas que le pasan por ser del país que es y por practicar la
religión que practica.
Indudablemente el servicio doméstico es el sector en el que más trabajan las mujeres extranjeras, aunque el trabajo en el campo y el las fábricas sigue siendo también muy elevado. Si bien, los casos de abusos en el ámbito del servicio doméstico son graves y perseguibles, no pueden compararse con una estructura como la de las temporeras de la fresa, o lo que pueda ocurrir en una fábrica. No es lo mismo porque una fábrica representa a una empresa que gana mucho dinero gracias a explotar y abusar de estas trabajadoras, así que la razón del abuso, no sólo es por culpa del racismo ignorante de una familia, sino también (eminentemente) económico. Son las esclavas del siglo 21, trabajando por un mísero sueldo, aguantando toda clase de abusos y haciendo rico al dueño. Muchas no confían en el sistema y no denuncian por vergüenza, por miedo al despido o a que les abran un expediente de expulsión si no tienen papeles, lo cual no sólo las convierte en mujeres vulnerables sino que, además, esta vulnerabilidad es explotada de manera consciente por los abusadores. Es como cuando alguien abusa de un menor o un discapacitado, a sabiendas de que podría salirse con la suya por la indefensión de su víctima.
Así, su situación administrativa las expone muchas veces a estos abusos y restringe su derecho a la justicia. Una de las promesas típicas que termina en abuso contínuo es la de hacer los papeles, a cambio de quedarse más horas a trabajar, pintando dicho acuerdo como un “favor” incluso.
Claro que esta promesa casi nunca se cumple. La razón es lógica ¿qué empresario podría estar interesado en regularizar a una trabajadora, si en el momento que tenga su documentación en regla, empezará a exigir sus derechos?, mientras siga en situación irregular o “temporal”, aceptará todo tipo de abusos porque tiene miedo a perder su trabajo y su situación migratoria.
Por otra parte, las extensas jornadas laborales, que limitan, por ejemplo, su tiempo para ellas mismas o para cuidar de sus familias hacen que caigan en una espiral que las lleva muchas veces a la desesperación. El miedo a ser detenidas y deportadas o a ser encerradas en un CIE, les condiciona al ser tratadas y sus derechos. Esto es algo que además se acrecienta con controles policiales (o de seguridad) directamente racistas, en los que las mujeres con hiyab sufren especialmente. Todo esto forma parte de un sistema que hunde a la mujer musulmana y migrante en un entorno que la hace especialmente vulnerable.
A esto se le suma el problema a la hora de acceder a una vivienda que también condiciona otros derechos, como vivir con su familia a través del mecanismo de la reagrupación. Se han encontrado con familias desahuciadas, "prácticas racistas y arbitrarias por parte de propietarios e inmobiliarias" o gente que vive en condiciones precarias.
Pero también existe la exclusión sanitaria y el miedo o rechazo a los centros de salud, falta de información sobre sus derechos y prejuicios por parte de profesionales públicos. También, el retiro de la custodia de sus hijos determinando que no están capacitadas para criarlos y educarlos.
Algo difícil de creer en el siglo 21, pero que está extensamente documentado. Este efecto está causado por las condiciones en que viven, como las laborales y de vivienda, que son estructurales y no se tienen en cuenta. Como se puede comprobar, el efecto es devastador, rompiendo incluso a las familias.
El racismo no es solo una cuestión de actitudes, es estructural, está en todas partes e impregna las políticas migratorias: si no, no haría tan difícil la vida de estas personas. Por otro lado, todas estas situaciones provocan que muchas mujeres sufran estrés y ponen a prueba constantemente su autoestima y su salud, algo que redunda obviamente en su capacidad de defenderse ante los continuos abusos que sufren.
A pesar de que las mujeres reconocen su vulnerabilidad, poco a poco se está destacando su papel activo como protagonistas de una lucha cotidiana y anónima contra estas dificultades. Existen hoy en día estrategias para hacer frente a esta lucha a través de redes y asociaciones. El objetivo es lógicamente desmontar la imagen victimista, homogénea y pasiva que se da de estas mujeres. Hay que luchar contra esa imagen y resistir. Las mujeres migrantes han sufrido mucho y han demostrado ser fuertes, por lo que, con las herramientas adecuadas, es una lucha ganada.
Asimismo, Hay que tratar de desterrar la idea de que siempre son "traídas" o "reagrupadas". Muchas migran por sus propios proyectos, no solo por motivos económicos y buscar oportunidades, sino por estudios o para vivir como desean. Pero para ello hay que empezar por condenar a aquellos que hablan por ellas. Por ejemplo, las musulmanas con velo somos vistas como sumisas, cuando no es real. Mi caso es especialmente significativo puesto que he sido representante legítimamente elegida en las urnas de mi pueblo, así que es evidente que no soy una mujer “sumisa” aún llevando hiyab. La visibilización de este tipo de realidades en España es como un mazazo dado al prejuicio.